Desde Moscú

Relato del libro Bajad la Voz de la escritora Asunción Cabello

Portada del libro Bajad la Voz

Enlaces de compraLibro físico Libro digital

Ya viene, más bonita que ninguna, canta más alto que todas Con flores a María. La felpa relumbra bajo el velo de tul; «Quiero un vestido de reina», dijo a la joven dependienta, que sonrió mirando hacia mí. «Será de princesa». «No, de reina», repitió; yo insistí: «Ya sabe, señorita, “de reina”», sonreí, «la primera comunión solo se vive una vez». Crucé los brazos al pecho. Un orgullo nunca sentido ensanchó mi chaqueta. Apenas hemos dormido, una noche larga, de no acabar nunca, daba saltos en la alfombra de su cuarto llamándome a voces, quería que adelantara la mañana.
¿Cuándo empezó todo?

La decisión partió de Miranda en pleno apogeo de la burbuja inmobiliaria en España. Mi cargo de juez de lo social me exigía dirimir asuntos que me robaban el sueño: despidos de peones, electricistas, fontaneros, generalmente unidos al sector de la construcción, arrastrando con ellos impagos de hipotecas, penurias, familias destrozadas. El paro echó al exilio no solo a trabajadores del gremio, sino a toda una generación de jóvenes universitarios sin futuro. Aunque Miranda sabía la precariedad económica de miles de familias, debido a su puesto en la oficina de desempleo, insistió en que adoptáramos una niña. Dije que no.

—¿Cómo puedes ser tan egoísta? —Abrió los brazos en un acto ostentoso tan propio de ella—. Hay un bebé sin padres esperando que lo traigamos a casa.
—No seas teatrera.
—¿Te burlas?
—No, solo quiero que no me manipules.
—Ya salió el juez intachable.
—No empieces.

Insistió durante semanas. No cedí. Cinco años atrás habíamos intentado la inseminación asistida, la fecundación in vitro; incluso me propuso utilizar esperma de donantes anónimos tras fracasar con el mío, débil y escaso. Me indigné ante tanta obstinación, prohibiéndole hablar del tema. Mi necesidad paterna estaba ausente. Después de un tiempo, al aceptar que no cedería, atacó con la adopción. Por supuesto que me resistí, no metería en mi casa a un extraño. De golpe cambió de actitud encerrándose en un mutismo hiriente. Las pocas palabras que me dirigía estaban cargadas de rabia. No quería salir conmigo, quedaba con su hermana y sus dos sobrinas, quizá para calmar sus ansias de maternidad. La casa parecía un polvorín a punto de estallar. Pasado el verano pidió excedencia por un año sin consultarlo conmigo. Días después me buscó en los juzgados.

—He reservado mesa en el Mediterráneo, amor.
Ese «amor» me sonó a trampa. Llevaba un vestido estrecho azulón, chaqueta gris, tacones a juego, el pelo enroscado en la nuca. La besé en la mejilla, ella se giró buscando mi boca. La vi venir, pero me dejé llevar. El día arrullaba un viento cálido en septiembre. Entramos en el Restaurante Mediterráneo frente al mar bajo un toldo blanco rayado de azul. Un sol intenso de mediodía seguía sus movimientos insinuantes. No quise romper el hechizo de su voluptuosidad preguntando qué quería. Nos sentamos cara a cara. Sabía qué pretendía, no me pillaría con la guardia baja. Se levantó, dejó la chaqueta sobre el espaldar de la silla, se acercó despacio, inclinó la cabeza susurrando a mi oído: «Ernesto, voy a cumplir treinta y nueve, ¿has pensado qué me vas a regalar?». De golpe me vino a la mente una niña que hipotecaría mi vida por un regalo a Miranda.

—Pide —dije, observando obstinadamente el tablero circular de la mesa.
—Ya sabes lo que quiero.
—Dilo. —Enfrenté su mirada.
—Lo sabes.
—Dilo.
—No me hagas esto.
—¿El qué?
—Por favor, Ernesto.
—¿Por favor qué?
—Una niña, mi amor, adoptemos una niña. —No me sorprendió ver sus ojos empañados en lágrimas retenidas, sus dotes de persuasión son infinitas.
—¿Qué pretendes? —Tenía ganas de abrazarla, pero no me moví.
—Una niña… —Algunas lágrimas cayeron sobre mi camisa azul.
—Una niña no es un regalo, Miranda, es un compromiso con su vida, con la tuya, con la mía, ¿entiendes?
—Lo sé.
—¿Lo sabes? Yo creo que ni lo imaginas.
—Me subestimas, sé que puedo ser una buena madre.
—Dejemos el tema para casa, ahora almorcemos. —Apretó mi hombro antes de sentarse.

El camarero trajo la carta, me temblaban las manos, dejé que eligiera por mí, no quería que viera el efecto de su machaconería.
Pidió rosbif con verduras salteadas sobre un plato rústico que me supo a veneno, tinto francés al que no presté atención; de postre, flan helado que dejé sin tocar.
Nada más llegar a casa se echó sobre mí, besó mi cuello, mi frente, mis ojos; sus ansias me impedían pensar, hicimos el amor como salvajes, contra la pared, sobre el suelo, en la cama; susurraba estar creando una vida entre ambos.

—Te amo, Ernesto. Mi amor es tan grande que da para más. —Me miró a los ojos tumbada sobre mí—. Dámela, Ernesto, dame una niña.
Dos meses después llegó a casa con la admisión de solicitudes para adopciones en Rusia.
—¿Por qué Rusia? —El pulso se me aceleró.
—¿Por qué no? —Aleteó los papeles sin firmar de ECAI (Entidad Colaboradora de Adopción Internacional)—. Será rubia, de ojos azules, igualita a mí, nadie que no me conozca pensará que no es mía.

En 2009, bajo el gobierno de Vladímir Putin, las adopciones, si reunías los requisitos, estaban aseguradas. Al tiempo, la crisis en la construcción había destruido miles de puestos de trabajo y otros sectores como el agrario comenzaron a tener problemas con los créditos de los bancos. Me dolía la aprobación del gobierno de un sueldo base irrisorio que escasamente sobrepasaba los seiscientos euros al mes. Sin embargo, Miranda, oficinista del Servicio Andaluz de Empleo, aseguraba que los funcionarios eran intocables. Así, contra mis deseos y creencias, me vi firmando gran cantidad de papeles, entrevista con psicólogo y trabajador social, hasta conseguir el certificado de idoneidad.

Todos los pormenores gestionados por la Entidad Colaboradora de Adopción Internacional, Miranda los supervisó hasta el último detalle: vuelo, hotel, mapas de calles, restaurantes, cambio de moneda. Parecía una amante seducida por un sueño, su sueño. Yo la miraba pensando en noches de sexo y locura que volarían muy lejos una vez llegara la niña. Las horas parecían correr delante de mí, mientras intentaba retrasar un reloj sin manijas.

En esos días, un compañero de derecho, juez de lo penal, sentenció un caso que alteró a la opinión pública: un hombre de 42 años fornido, moreno, de grandes manos, ahogaba en la bañera a su hija de 3, seis semanas después de enterrar a su mujer de 32 por cáncer de útero; argumentó que aquella maldita enfermedad se daría en su hija como también lo había hecho en su abuela materna, juraba que la genética se cebaba en sus mujeres. El abogado de oficio alegó enajenación mental. El acusado insistía en pagar su culpa, lloraba como un chiquillo por la niña, por su mujer, por la madre de su mujer, por esa mala suerte que a veces toca sin merecerla. El fiscal, con una nieta de la misma edad que la víctima, pidió la pena máxima. Firmar la sentencia le supo a hiel, contó noches después durante una cena de colegas.

No dije nada a Miranda, ¿para qué?, vivía inmersa en un viaje que cambiaría nuestro futuro. El lunes, 20 de noviembre, hizo el equipaje danzando del ropero a la cama llenando las maletas. Estaba increíblemente bella, el pelo caía por su espalda desnuda tan sedoso que invitaba besarlo, deseé apretar sus muslos, sus pechos pequeños, tirar las maletas y poseerla sobre la colcha salmón. Ella, ajena a mi lujuria, canturreaba canciones populares, antiguas, de colegio.

—¿Qué miras, cariño? —dijo al notar mi presencia.
—Nada.
—Anda, cámbiate el traje por algo más cómodo. —Lanzó un peluche al rincón de la maleta—. Ahí tienes el pantalón marrón y un jersey mostaza de cuello vuelto. —Señaló las prendas que yacían sobre la almohada—. Estás muy guapo sin esos trajes tan serios de despacho.

Pensé: está jugando conmigo igual que una niña a la espera del regalo de su padre.
El vuelo estuvo colmado de incidencias: una chiquilla de nueve años se atragantó en su propio vómito ocasionando a la madre un fuerte ataque de ansiedad; algunas turbulencias provocaron gritos de terror en un matrimonio de jubilados; al carrito de avituallamiento le faltaron tentempiés, causando protestas contra la empresa.

 Me distraje con folletos sobre Moscú que Miranda había cogido de la agencia de viajes. Mientras los hojeaba, con la cabeza de ella sobre mi hombro, tomé conciencia de que nunca había sido responsable de nadie, ni siquiera tuve mascota de niño. Mi madre, mujer de poca salud y mal carácter, no quiso obligaciones de animales ni plantas, tampoco más hijos. Mi padre, debido a su trabajo de viajante en una empresa farmacéutica, casi siempre lejos de mi madre, de mí, de esa necesidad de sentirlo cerca, me llevó a tomar decisiones independientes a pronta edad.

Por fin llegamos al Aeropuerto Internacional de Moscú.
—No veo al intérprete —dijo Miranda girando la cabeza a todos lados.
—Tranquila, pronto aparecerá.

La llegada al aeropuerto me provocó gran zozobra. El trasiego de cuerpos, maletas, vocerío, megafonía para otros vuelos inundó el aire. Algunos moscovitas políglotas enarbolaban pancartas en diferentes idiomas. Aligeré el paso tirando de ambas maletas. Miranda me precedía alargando el cuello, buscando entre el gentío a nuestro contacto. Una mujer de mediana edad, demacrada, seca en carnes, elevaba nuestros nombres sobre un lienzo debatiéndose entre el gentío a codazos. :
—Soy Miranda. —Se giró hacia mí—. Él es Ernesto, mi marido —dijo, agitada. Yo apretaba las maletas más por tensión que por temor al robo. La intérprete asintió con la cabeza. Las seguí sin hacer preguntas. Miranda las hizo por mí.

La cita se fijó para el miércoles. Nos quedaba un día libre que usaríamos para conocer algo de Moscú. El hotel concertado simulaba un palacio zarista: tapices, alfombras, escalinatas. Fantaseé, igual que adolescente, ser integrante activo durante la revolución contra el régimen tiránico de Nicolás II. Teniente a las órdenes del comandante Kutúzov en plena invasión francesa. Cabecilla comunista frente al avance alemán. Miranda iba delante de mí pisando con arrojo la moqueta gris verdosa, ligeramente gastada en su centro, buscando nuestra habitación.

Al separar las cortinas de terciopelo rojo vi el alféizar cubierto de nieve. Abrí la ventana, quería sentir el frío de la ciudad de un país que me vendía una de sus hijas. El vaho se diluyó fluidamente en la noche frente a mí. Luces de neón parpadeaban a lo lejos. Un cielo negro explayaba su poder por todo el universo, me sentí insignificante ante tanta inmensidad sin amo. Miranda deshacía las maletas enganchada en sonsonete a la tabla de multiplicar del nueve. Tomé conciencia de que su felicidad no iba conmigo y tuve celos de un bebé anónimo. Intenté aparentar satisfacción. Miranda, bajo la ducha, cambió la tabla de multiplicar por Tengo una muñeca vestida de azul, aumentando mi soledad.

Cenamos frugalmente en el suntuoso comedor bufé. No hicimos el amor, dijo estar cansada; yo deseaba poseerla, sentía que la estaba perdiendo. Dormí mal, una culebra con cabeza de niña entraba en la cama mordiendo mis piernas. Desperté en un charco de sudor. Miranda, intranquila, musitaba palabras sueltas que no entendí.

—Ernesto, he tenido una pesadilla horrible —dijo antes de amanecer apretando mi brazo— Nuestra niña se agarraba a barrotes blancos muy sucios de una cuna grande, fea, de espaldas a mí. La llamé tres veces. —Se paró girando la cabeza al otro lado, evitando mirarme—, pero no parecía oírme, lloraba muy fuerte.
—Vamos, cariño, no le des importancia, solo es un mal sueño.

Desayunamos pan de centeno con mantequilla y té negro con leche. La intérprete nos esperaba en el hall dispuesta a acompañarnos en un paseo turístico que rechacé, quería caminar a solas, junto a los pies de Miranda, sobre un suelo que robaríamos a una niña del este. Salimos temprano. Un sol tibio aunque persistente disolvía la nieve acumulada la noche anterior. Miranda llevaba traje de chaqueta, abrigo de piel, botas altas. El pelo hacia atrás caía por sus hombros apoyándose sobre el cuello alzado del abrigo, los ojos intensificaron su azul natural, sus labios más rojos, su tez ligeramente enrojecida por el frío; todo ello la asemejaba a elegante moscovita. Sentí orgullo de llevarla de mi brazo. Paseamos por la Plaza Roja; en ella recordé, de entre las más de mil páginas de Guerra y paz, la magnífica descripción del incendio de Moscú, el cual Tolstoi sugiere que no fue causado ni por rusos ni por franceses, sino el resultado de una ciudad desierta, en su mayoría de madera, en manos de tropas invasoras en invierno, cuando casi todos los días se declaraban incendios. Pisar tanta tizne sangrante borrada en el tiempo me puso el vello de punta.

Miranda apenas prestaba atención a nada, parecía ausente, ensimismada, se dejaba llevar de mi brazo sin sentirse parte de mí. Me hubiera gustado visitar la Catedral de San Basilio, tan bonita que parece de cuento, el Kremlin, el Museo Estatal de Historia… Los dejé para el siguiente viaje.

El sol pegaba suave, la gente iba de aquí para allá con determinación, sabiendo su destino; me sentí extraño, como de hallarme en ninguna parte. No podía dejar que Miranda notara mi desconcierto. Expulsé negros pensamientos y la llevé a las Galerías Comerciales GUM, magnífico edificio de tiendas de lujo a precios prohibitivos. Compró una matrioshka, conjunto de muñecas tradicionales rusas una dentro de otra que siempre son impares.

—Las pondré en su cuarto alineadas sobre una repisa.
—¿Le dirás que son de su país?
—¿Por qué?
—Porque es verdad.
—¿Y eso qué tiene que ver? Se va a criar en España, ¿no?
—¿No piensas decirle que es adoptada?
—Por supuesto que sí. —Su tono evidenciaba lo contrario. Cierta inquietud se apoderó de mí. ¿Colmaría una niña adoptada sus ansias de maternidad? Podía tener hijos propios con cualquiera menos conmigo.

Al salir, el cielo se había poblado de pequeñas bolas de algodón, la nieve persistía dispersa sobre adoquines brillantes. Regresamos en un silencio pesado.

Apenas pegamos ojo en una noche blanca sin nieve fuera. El frío estaba dentro de mí, el calor en Miranda. A las nueve menos cuarto, en la puerta del hotel, nos reunimos con la intérprete del aeropuerto, que nos llevaría al orfanato. Miranda se puso un vestido negro, estrecho, de mangas largas, un collar de perlas, medias de cristal, tacón bajo, abrigo de oso, gorro a juego; estaba preciosa. En el desayuno repitió tres veces el nombre de la niña, elegido entre diez: Desirée, Desirée, Desirée. Me besó varias veces en la boca y limpió las comisuras de mis labios con la servilleta bordada del hotel. Me sentí un crío enamorado de una madre prestada.

Durante el trayecto no paró de hablar de nuestra casa: grande, soleada, terraza ajardinada, sin vecinos, habitaciones amplias; la mejor situada sería para Desirée. La intérprete la miraba con sonrisa franca. Tardamos casi tres horas en llegar a Riazón, a 196 kilómetros de Moscú.

De lejos, el caserón de «niños abandonados» me pareció siniestro. Entré en el orfanato tras Miranda con aprensión: feo, destartalado, techos altos, pasillos interminables, frío, triste. Un sentimiento de abandono me llevó a las tardes de salidas, casi a diario, de mi madre con su amiga Tatiana. Esas horas interminables en mi cuarto poblado de tebeos, juguetes, disfraces, en las que, después de hacer los deberes, inventaba batallas medievales en las que mi madre ardía en la hoguera. Dejé atrás el pasado con cierto amargor en la boca.

Miranda tiró de mi mano. Pasamos a una oficina repleta de archivos incrustados en estanterías de pared, mesa ancha sin barnizar, dos sillas, un sillón viejo orejero, en el cual, nos esperaba sentada la directora del orfanato. Miranda apretó mis dedos, la miré tratando de proyectar una serenidad que no sentía. Pensé estar comprando un mañana equivocado junto a un bebé extranjero. La intérprete, que ya formaba parte del sueño de Miranda, habló algo con la directora, que contestó apurada. Al parecer se habían traspapelados algunos informes y habría que esperar hasta ubicarlos antes de asignarnos a la niña. ECAI se ofreció con los gastos de allí el tiempo de la espera. No acepté, quería volver a casa, me asfixiaba.

De regreso al hotel, Miranda no dijo nada, metió las manos en los bolsillos del abrigo manteniendo los hombros en tensión. Yo la miraba a hurtadillas, preguntándome qué estaría pensando.

Una vez en casa, la demora se me hizo interminable. Miranda estaba tensa, susceptible, quería recortar las horas, desarmar los días, deshacer las noches. En esta segunda escapada una vez resuelto el trastorno burocrático conoceríamos a una niña con nombre ruso que llamaríamos Desirée y aún quedaba pendiente un tercer viaje antes de obtener el pasaporte internacional de la niña. Miranda insistía en hacer el amor cada noche con ansiedad, como si tuviera que conseguir un embarazo ficticio antes de volver al orfanato. Me costaba satisfacerla, saberme instrumento de su deseo alejaba mis ganas de ella.

Aprovechó ese tiempo vacío para comprar un cuarto de cuento a una niña sin cara. Me evadí sumergiéndome en varios casos de desahucios, salarios irrisibles por debajo del base en pequeñas empresas, litigios. Intentaba no dar vueltas a lo que sentía, pensaba, creía; ¿hasta dónde podría soportar?

La mañana anterior a nuestro segundo vuelo a Moscú, me llegó la sentencia de un colega en un juicio por asesinato en primer grado: el amante español de una subsahariana de treinta años la estrangulaba con una media de seda, según él, porque quería volver a su país de origen, donde la esperaba un antiguo novio. Un caso claro en que la ley no necesita interpretación. En otras ocasiones, procesos como ese me hubieran impactado. Pero ahora la violencia que sentía no me venía de fuera, surgía de un momento de extrema inseguridad donde solo me angustiaba la niña de nadie.

Evitaba entrar en la habitación malva, me dolía no sentir simpatía hacia la indefensa desconocida, sin culpa de nada. Deseaba que Miranda se arrepintiera en el último momento. Creí ver en esta espera fortuita una señal adversa a la adopción. A veces me veía envuelto en lloros, resfriados, fiebres, mocos, vómitos. No hallaba nada bueno en aquella aventura.

El segundo viaje lo tomé como un purgante obligado. Conoceríamos a «nuestra hija», decía Miranda, acaloradas las mejillas. Esta vez nos asignaron un hotel en Riazón, cerca del hospicio; yo andaba en lucha contra mis emociones: serio, contrariado. Miranda soñaba en encontrar unos ojos azules iguales a los suyos. Se vistió austera, quizá para dar una imagen de más seriedad y compromiso que la vez anterior: traje de chaqueta gris perla, abrigo de paño, moño bajo, maquillaje suave; aun así, estaba muy guapa. Antes de entrar a ver a la niña me pregunté qué hacía allí, por qué no me había negado de una vez por todas al capricho de Miranda; en ese instante la odié.

Sabía de antemano que no podíamos elegir entre tal o cual niña, ellos escogían un producto de venta, solo admitían de nosotros edad y sexo. La seleccionada acababa de cumplir siete meses, desnutrida, rubia, ojos azules, muy seria. Miranda la cogió en brazos acunándola con tal emoción que me hizo sentir ruin. Me acerqué despacio, puse mi mano sobre su pequeña cabeza y sentí el calor de su piel; creí que me emocionaría, pero no fue así. Enseguida aparté la mano y la metí en el bolsillo del pantalón. Miranda comenzó a tararear Duérmete, mi cielo, duérmete, mi luz; la directora sonrió indicando seguidamente dónde debíamos finalizar, en la próxima visita, los documentos que faltaban junto al pasaporte de la niña. Yo solo pensaba en salir de allí.

En el último viaje no pensé en Moscú, ni en los lugares interesantes que me quedaban por ver, ni en resistirme a la inminencia de ser padre por deseo de Miranda. Tras rubricar algunas firmas en un juicio protocolario y recoger el pasaporte de la adoptada, volvimos a casa. Cada kilómetro en el aire me adentraba más y más en un túnel sin salida. Desirée iba en brazos de Miranda, llevaba un vestido blanco de cuello a la caja con encajes, comprado en una boutique exclusiva, que resaltaba su palidez enfermiza, un abrigo azulón forrado de pelos, calcetines largos, manoplas y gorro de lana a juego; parecía una muñeca demacrada de películas antiguas.

Tres días después, hicimos una fiesta en el salón, cargada la mesa de peculiaridades japonesas, a la que asistieron amigas, hermana, sobrinas y padres de Miranda. Alguien hizo un ligero comentario sobre el gasto total de la adopción. Miranda cortó en seco: «Un hijo no tiene precio».

La tarde anduvo envuelta en el orgullo de una madre recién iniciada hablando de su preciosa Desi, una niña sin encanto: mejillas hundidas, pelo escaso, mirada tristona, seca hasta los huesos. Advertí que la ceguera no está solo en ojos muertos, también en la oscuridad de mentes obsesivas. Recordé el dormitorio de Desi, un mundo de juguetes en una habitación de fábula: Alicia, Pulgarcito, Blancanieves deambulaban sobre paredes malva. Sifonier, cuna, sillita, ropero, todo a juego, un espacio a la medida de la niña de Miranda.

Los días pasaban iguales; Desi lloraba bajito, sin fuerzas, comía poco, vomitaba mucho, seguía enflaqueciendo, eso irritaba a su madre. Qué extraño pensar en Miranda como madre, tan independiente, dinámica, fuerte, decidida; ahora estaba asustada, insegura, incluso lacrimosa. El pediatra no le dio importancia, recetó botes de comida preparada para niños enfermos, vitaminas diluidas en agua, reconstituyentes. Pronto cogió peso, dejó de vomitar, comenzó a dormir con respiraciones lentas. Yo la miraba con cierto rencor, toda la atención de Miranda se concentraba en la intrusa. Dejamos de hacer el amor, solo quería salir a pasear a la niña, buscaba lugares y parques donde sabía que habría alguna amiga o compañera de trabajo con sus hijos para hablar de «su pequeña». Intenté querer a Desi; no podía.

Comencé a recordar ramalazos de mi infancia que creía olvidados: Antes de cumplir los ocho mi padre trajo a casa un gorrión herido, era muy pequeño, de plumaje suave; mi madre vendó su ala rota, le compró una jaula, lo cuidó hasta que estuvo bien; yo pensaba que lo echaría a volar, pero decidió quedárselo, «para alegrar la casa», dijo. Comencé a tener celos del «bicho», me molestaba verla más pendiente de él que de mí. Un atardecer, mientras ella paseaba con su amiga Tatiana, lo eché fuera desde el balcón; Ciki, nombre que le dio mi madre, volvía una y otra vez buscando la jaula abierta, que mantenía enganchada a mis dedos, quieta. En un arranque de rabia lo aplasté contra los barrotes del balcón. No sentí pena, solo terror a que mi madre lo supiera, me llevara a un internado, se olvidara de mí. Envolví el cuerpecito en papel de periódico, bajé a la calle y lo metí como pude en la alcantarilla enrejada de enfrente, luego llevé la jaula a su sitio y arranqué el pestillo de la puerta como si lo hubiera hecho Ciki con su pico. Mi madre no me creyó. Aún me duele la mirada que lanzó a mis ojos.

Asomaba el verano y Miranda seguía ocupando todo su tiempo en la niña: baños, comidas, compras, paseos, nanas, juguetes. Comencé a sentirme invisible en mi propia casa. No tenía ganas de salir con ellas. Miranda solo estaba atenta a cualquier tontería que hiciera la niña, me ignoraba; si me dirigía la palabra era para hablar de Desi:

—Mírala, Ernesto, ¿a que está más bonita cada día? Gracias a Dios que ya ha alcanzado su peso. Ayer hablé con mi prima Adela por el móvil, dijo que era toda una madraza, ¿quieres creer que me emocioné? ¿Me oyes?

Las veces que me aventuraba a acompañarlas, Miranda apretaba el peluche que llevó a Moscú con la mano derecha mientras empujaba el cochecito con la izquierda. No quería que yo lo llevara, ni que pusiera el chupete a la niña si lo escupía quedando colgado del cuello. No me preguntaba cómo me sentía, qué tal iban mis juicios, si salían más casos de estafa a la Seguridad Social, tan en boga en esos momentos. ¿Dónde estaba mi mujer, mi compañera, mi amante?

Cerca de cumplir 2 años, aunque Desi estaba alta para su edad, delgada pero no desnutrida, Miranda observó que sus movimientos eran torpes: chocaba con todo, balbuceaba palabras ininteligibles a pesar de insistirle una y otra vez: mamá, papá, agua, pan. Desi no atendía más que a objetos de colores vivos, mascaba con fuerza el chupete, berreaba si intentaba quitárselo, sonreía moviendo la cabeza de atrás adelante.

—No es normal, Ernesto, no es normal. Mis sobrinas, antes de cumplir año y medio, andaban sin caerse, no querían chupete, llamaban mamá a mi hermana, pedían agua; ¿qué pasa con nuestra hija?
—Nada. Hay niños que tardan más en espabilar que otros. Además, no sabemos por lo que ha tenido que pasar antes de llegar a nosotros; de todos modos, si te quedas más tranquila, pregunta al pediatra, él te dirá dónde llevarla.

Procuré mantenerme al margen; la misma rabia que obligó mi mano a aplastar al gorrión contra los barrotes de hierro volvió a mí y sentí miedo.

La experta en Terapia de la Conducta Infantil determinó cierto grado de atraso mental, que suele darse en niños que han sufrido traumas muy fuertes en sus primeros meses de vida; manejó la hipótesis de un parto difícil: madre desnutrida, adición a las drogas, enfermedades genéticas, etc. Le pidió detalles que Miranda no pudo darle. Ciertas confidencias imprescindibles se omiten en la adopción, venden un producto frágil sin manual de instrucciones.

El entusiasmo de Miranda se apagaba al correr de los días, las semanas, los meses. Tenía que llevar a Desi cinco veces a la semana a sesiones de terapia de dos horas. Los progresos eran lentos. Ella insistía: mamá, papá, pan, agua. Desi reía echando la cabeza de atrás adelante, tiraba contra la pared cubiletes que debía ordenar, andaba a gatas si no tenía algo cerca a lo que agarrarse para estar de pie.

Mi desinterés irritó a Miranda, que evitaba hablarme, comunicarse conmigo, no  buscaba un punto donde encontrarnos. Yo retrasaba llegar a casa, paseaba por el parque, leía la prensa en incómodos bancos de baldas. Quería estar lejos de ellas, de los celos que crecían a pasos gigantes sin poderlos controlar. Durante los juicios de despidos, sanciones, acoso laboral…, aplicaba la ley estrictamente sin calibrar al sujeto, sus circunstancias. Tenía ganas de castigar a quien tuviera delante, sin importarme las consecuencias que pudiera generar. Comencé a sentirme mal en mi trabajo, conmigo, con la niña, con Miranda.
En el tercer cumpleaños de Desi no hubo tarta, ni regalos, ni invitados.

—Para qué, si no se entera de nada. Además, no quiero ver a mis sobrinas, ni a mi hermana, ni a mis amigas; todas me miran con lástima, seguro que se burlan de mí a mis espaldas, piensan que soy tonta por haberme dejado engañar. ¿Y sabes qué? Que tienen razón. Ya no puedo más. He pedido la reincorporación al trabajo y empiezo el lunes.

Retomó su trabajo en el punto en que lo dejó, sin consultarlo conmigo, sin preguntar qué pensaba, qué quería, qué esperaba. Contrató a Francisca Guzmán, viuda sin hijos, recomendada de su prima Adela.

Una desconocida se ocupaba en todo de Desi, la llevaba a las sesiones especiales, la bañaba, le daba de comer, jugaba tirada en el suelo a juegos didácticos con tacos de colores hasta conseguir que los pusiera correctamente apilados, mantenía su dormitorio soleado y limpio, la acunaba en la mecedora blanca de la salita, ponía mis CD de clásicos suaves, durante las mecidas.

Francisca Guzmán, pasados los cincuenta, entrada en carnes, sobria en el vestir, discreta, amable con Miranda, respetuosa conmigo, entró por la puerta de la dulzura en el mundo de Desi. Comencé a sentirme bien, creí que recuperaría a Miranda. Nuestros encuentros en la cama no volvieron a ser como antes, siempre tenía prisa, quería acabar pronto, no remoloneaba antes ni después del éxtasis.

Tras volver a su rutina laboral me habló de un compañero nuevo, un tal Ramón Salazar, soltero, dos años menor que ella, atractivo, dijo. No quise pensar nada en particular, me convencí de que quería llamar mi atención; después de más de dos años desatendiendo su aspecto, preocupada por Desi, se esforzaba en retomar su vida de antes con alicientes extras.

Varias semanas después del tercer cumpleaños de Desi sin celebrar, Miranda fue a buscarme a los juzgados. Entró en mi despacho sin avisar:

—¿Te molesta que haya venido? —preguntó sentándose frente a mí, cruzó las piernas, movió el pie en el aire insistentemente.
—Sabes que no —dije, desde la distancia que había provocado sus silencios en casa.
—Te invito al Mediterráneo —esbozó una ligera sonrisa.
—Es pronto para almorzar.
—Entonces, demos un paseo por el muelle. —Adelantó el cuerpo por encima de la mesa, puso las manos encima de la superficie encerada cerca del pisapapeles—.    ¿Recuerdas? En el Mediterráneo insistí en la adopción.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Sabes qué? Tenías razón.
Un cumulo de pensamientos chocaron en mi mente. Las paredes del despacho las sentí acercarse entre sí, hacia el centro.
—No, yo no tenía razón, Desi estaba allí, esperando que la trajéramos a casa. Ahora está aquí, es nuestra.
—Vamos a otro lado, hay que aclarar algunas cosas. —Fue hacia la puerta con paso firme sobre tacones altos, negros.

El despacho, perdidas sus dimensiones en mi sentir, comenzó a asfixiarme, llegaron de nuevo a mi memoria firmas de sentencias, quizá injustas, envueltas en patrañas de abogados corruptos; ¿qué venía ahora?, ¿qué quería Miranda? Metí varios documentos acusatorios a empresas importantes de despidos improcedentes en el cajón, giré la llave arrojándola de inmediato al fondo del maletín de piel. Eché al hombro la chaqueta negra del traje nuevo, me puse las gafas de sol, miré los cordones de los zapatos: estaban enlazados, apretados, tanto como mi cuello bajo la corbata de seda.

Fuera, abrí la puerta del Mercedes beis que ella eligió seis años atrás; entró en silencio, que mantuvo hasta llegar al puerto. Al bajarse me miró con determinación.

—¿Qué pasa? —pregunté sin querer saber.
—He encontrado un buen internado para niños con problemas de comprensión y deficiencia motriz y he solicitado plaza para Desi. —Desvió la mirada hacia el mar.
—¿Qué estás diciendo? —No contestó—¿No será verdad?
—¿Tú qué crees? —Miró mi cara un segundo.
—No juegues conmigo, Miranda.
Íbamos sueltos, sin rozarnos, sin nada que nos uniera. Un sol denso destellaba sobre el pavimento húmedo cerca de los yates, bajo quioscos de bisutería, helados, tenderetes de ropa mallorquina.
—Esto no es lo que esperaba, Ernesto, nada ha salido bien; reconócelo, tú nunca la has querido. —Mantenía la cara vuelta hacia un mar en calma.
—No me metas en tus paranoias.
—Me da igual lo que pienses, ya está decidido. —Evitaba mirarme—. No puedo seguir así. —Por un instante me sentí paralizado—. Desi estará mejor entre gente especializada.
—¿Te estás oyendo? —Mi tono de voz subió, temí perder la compostura—. ¿Y si fuera tuya, nacida de ti?, ¿también estaría mejor entre gente especializada?
Me miró a los ojos intensamente. Sus lágrimas caían despacio arrastrando un maquillaje excesivo.
—Créeme, Ernesto, es lo mejor para los tres.

Se dio la vuelta hacia la entrada del muelle. Me quedé inmóvil observándola mientras se alejaba. Su porte elegante no dejaba entrever el demonio que llevaba dentro. Regresé a casa aturdido. Por primera vez miré de verdad a Desi: era bonita, fina, me miraba igual que a sus juguetes didácticos, quizá pensara en su rota mente cómo se armaría a un hombre con barba bien cortada, pelo ligeramente canoso, ojos de temor. Sentí que debía protegerla. A pesar de tanto tiempo de rechazo, no quería un espacio sin aire para la niña. La cogí en brazos, me senté en la butaca, la mecí, no sabía canciones infantiles, tarareé bajito el himno ruso, grandioso, por cierto, que había oído con frecuencia durante el proceso de adopción. Desi cogió mi mano muy fuerte, miró mis ojos, sonrió descansando su cabeza rubia en mi brazo en un abandono total que llegó a lo más profundo de mí.

Sin saber por qué, me llegaron recuerdos fragmentados de niño: las tardes de encierro antes de salir mi madre con Tatiana, se arrimaba melosa susurrándome al oído: «Quédate leyendo tebeos, Ernesto, pronto estaré de vuelta, mi amor». El golpe al cerrar la puerta de la calle me sumía en zonas pantanosas. Me asomaba a la ventana para verla alejarse, deseando que volviera la cabeza, me saludara, sonriera, sin recibir más que su espalda y la de su amiga; entonces pensaba que no me quería, y deseaba morir. Años después, nada más acabar Derecho, creyendo mis padres que no estaba en mi habitación, escuché una discusión muy fuerte. «¡Estoy harta de ti y de cargar con el hijo de una puta!»; «¡Y mío, recuerda, mío! Además, no la ofendas más, ya está muerta». «Cállate».

Miranda no llegó hasta bien entrada la noche, dijo haber cenado con varios compañeros de trabajo; yo pensé en Ramón Salazar. Añadió estar muy cansada, debía madrugar; fue a la cama sin besar a Desi. Un rato después fui a ver a la niña a su habitación; dormida parecía la princesita de un cuento. Francisca Guzmán, siempre alerta, perseveraba acurrucada en un sillón a los pies de la cama igual que un perro que teme no ver a su amo a la mañana siguiente.

Volví a la salita, donde mantuve en la mecedora todo el peso de la noche sobre mis largas piernas dobladas en mecidas lentas hasta el amanecer.

Desperté de madrugada, entumecido; me di una ducha tibia que distendió la musculatura de piernas y brazos despejando mi cabeza, decidí entonces, aun con temor, afrontar una guerra perdida desde hacía tiempo. Entré al cuarto buscando a la «madre de Desi», una madre sin merecer tal nombre. Al verme, Miranda apretó la almohada contra las orejas con ambas manos.

—Vete, me duele la cabeza.
—¿Adónde quieres que vaya? —dije sentado a su lado, mirándola sin saber qué más hacer.
—Vete.
—No me voy a ir.
—Por favor. —Bajó la almohada dejándola caer al suelo—. Me equivoqué, Ernesto. Fui una estúpida, jamás debí… —Sus lamentos acabaron en llanto.
—Sí debiste, sí debiste, ¡por Dios, Miranda! Es tu hija, la quieres…
—¡Así no, así no! —Se sentó en la cama, desnuda, corrido el maquillaje, despeinada, muy delgada—. ¡Déjame!
—¡No, Miranda, no! —Intenté abrazarla, pero se refugió entre las sábanas—. Tienes que darle tiempo, se pondrá bien.
—¡Mientes, no se va a poner bien nunca! —chilló ahogando el grito en las manos.
—¡Para ya!
—¡No la quiero en casa, entiéndelo!
—Date una ducha, te espero fuera.
El dormitorio, tan placentero en sus brazos, me pareció un calabozo medieval dispuesto a quemar a una madre sin amor.

No volvió a tocar el tema del internado. Esperé un cambio de actitud hacia la niña; no fue así. Comenzó a salir con compañeros y compañeras de trabajo: cenas, teatro, cine… Si pedía acompañarla, alegaba que eran encuentros de confraternización entre el personal; yo pensaba en Ramón Salazar, grande, ancho, velludo, visto junto a ella en una foto de grupo. Al llegar a casa nunca tenía ganas de hacer el amor, siempre estaba cansada, o era muy tarde o le dolía la cabeza. No preguntaba por Desi.

En ese tiempo vacío de ella fui entrando poco a poco en el mundo sosegado de una niña que empezó a llamarme papi entrando en los cuatro años. Francisca Guzmán, más madre que nanny, con toda la ternura de quienes la poseen porque sí, me enseñó a darle de comer, bañarla, jugar con los tacos de colores.

Mientras retomaba la soledad de mi niñez en Desi, no dejaba de pensar en mi relación con Miranda, cada vez más seca en palabras, distante, casi huraña. Mi amor por ella se desdibujaba las noches que mecía a «su niña», arrullando sueños de algodón con canciones infantiles que Francisca me iba enseñando con paciencia de abuela.

Desi crecía más alta y bonita que ninguna niña de los parques donde la llevaba acompañado de Francisca Guzmán al principio, luego a solas. Las palomas adquirían nueva entidad picoteando las miguitas de pan en manos de Desi.

Meses después, tras noches interminables de «confraternización» con sus compañeros, Miranda llegó a casa antes y, sin sentarse, anunció:

—Ernesto, quiero el divorcio.
Yo estaba en el sofá del salón haciendo el caballito a Desi, embutida en un pijama enterizo con motivos de gnomos. Paré. Llamé a Francisca, que llevaba un rato dormitando en la mecedora de la salita.
—Francisca, llévate a la niña, por favor; acuéstala y cántale algo hasta que se duerma.
Miranda seguía de pie delante de la puerta del salón frente al sofá, frente a mí.
—No quiero una escena, Ernesto, lo nuestro no funciona, es lo mejor para todos. — Voz cortante, mirada altanera, retadora.
—¿Tienes un amante?
—Estoy embarazada de Ramón.

Aceleré los trámites cuanto pude, mi rabia era comparable a su traición.

El tiempo se detuvo de golpe. Caí en tan profunda depresión que me obligó a pedir la baja. Francisca Guzmán enseñó a Desi a buscarme por los rincones de la casa hasta encontrarme tirado en la cama sin ganas de nada. La niña, que hacía tiempo me llamaba papi, se metía en mi cama, ponía su cabecita rubia sobre mi hombro, acercaba su boca pegajosa de algún caramelo a mi oído imitando torpemente el tarareo de cuando la acunaba, quedándose quieta hasta vencerla el sueño sobre mi almohada.

Francisca no cejó en ningún momento, cada tarde repetía la misma entrada de la niña en mi cuarto, después de insistir en que debía tomar algo: según ella, estaba consumido. Tres meses duró el duelo por Miranda. Una tarde, apuntando primavera en las macetas de la terraza, Desi trajo un clavel rojo en la mano, se subió a mi cama, lo puso en mi oreja, me dio un beso en la barba desarreglada, dijo muy bajito, por no querer despertarme:

—Papi, mia qué flo más monita. —Me giré. En ese instante sentí por primera vez que aquella niña era mía, solo mía.

No tardé en retomar la regularidad en el despacho, cada vez con casos más complicados entre empresas sin escrúpulos y trabajadores desamparados. No debía quejarme, un compañero de lo penal insistía en la epidemia de violencia doméstica en poco tiempo, abusos de menores por pederastas con perfiles de maestros, acoso escolar entre compañeros de clase… Me alegré de no tener que firmar sentencias en casos tan terribles; en hechos así, no siempre pagan los culpables, hay abogados muy hábiles que someten la ley a su talento.

Traté de no pensar en Miranda, en el bebé de su vientre, en su nuevo marido. Por raro que parezca, no volví a verla. Después supe que había pedido traslado a otra provincia.

Los días se sucedían tan distintos que parecían divididos en un calendario festivo. Desi se acercaba a un nivel intelectual cercano a su edad. Comenzó preescolar cumplidos los cinco años, las canciones que aprendía en los recreos me las cantaba a mí primero, luego a Francisca. Había días que la echaba de menos; aun estando saturado de trabajo, la recogía del colegio, su cara de alegría desarmaba cualquier contrariedad que hubiera tenido durante la jornada. En esos momentos me seguía atormentando el bajísimo salario base, que no llegaba a los seiscientos cincuenta euros al mes. Mi desazón se exaltaba al oír gritar a Desi a compañeros de clase con las mejillas encendidas: «Este es mi papi», abrazada a mis piernas. A veces preguntaba por su «mami»; yo le mentía: «Está en el cielo, mi amor, desde allí nos cuida a ti, a Francisca, a mí». ¿Cómo decirle que dos madres la habían abandonado?

Íbamos de la mano, tan alto yo, tan pequeña ella. Intentaba alargar sus pisadas para igualarlas a las mías, mondándose de risa ante la imposibilidad de alcanzarlas, obligándome acortar mis pasos. Cada cosa nueva era un descubrimiento que exageraba con los brazos en alto, haciéndome participe de su entusiasmo antes que a Francisca. En casa, durante las meriendas, frente a series de dibujos animados, se ponía de rodillas en el sofá y rodeaba mi cuello: «Papi, papi, cuánto te quiero».

De noche me costaba convencerla de que durmiera en su cuarto en vez de en el mío, un cuarto habitado por personajes pequeños que Miranda eligió pensando en «su niña», una niña inventada por ella, como aquellos personajes de mentira que poblaban la pared.

Francisca Guzmán nunca nombraba a Miranda, quizá pensara que el tema me hacía daño, y sí, al principio fue desesperante, me sentía poco hombre sin poder dar un hijo a Miranda; después llegó el rencor, odiaba todo de ella, mandé comprar sábanas nuevas al no poder soportar su olor en las nuestras, un olor que no se iba, metiéndose en mis sueños, agrandando el deseo de ella, de hacerla mía otra vez. Luchaba envuelto en tinieblas contra un gigante invencible llamado Ramón Salazar.

Comencé a frecuentar mujeres cultas, elegantes, al estilo de Miranda, pero ninguna era ella, tampoco las veía como madres para Desi. Quemé sus fotos al tiempo que su imagen se diluía en mi memoria.

Las estaciones se acondicionaban a las necesidades de Desi: veranos de chapoteos en la playa bajo sol cálido de atardeceres, paseos por la orilla, helados tras el baño; en la feria, galopaba sobre caballitos de madera coloreada, mascaba bolas de algodón de azúcar, cogía papeletas en las tómbolas temblando en mis brazos, fuera a tocarle la muñeca pepona; mi niña, mi Desi, toda ella llenaba un espacio en mi interior que no sabía que existiera; los inviernos de colegio remoloneaba en su cama con Francisca, hasta verme aparecer por la puerta, entonces saltaba a mis brazos en el aire, provocándome ansiedad, no llegara a cogerla a tiempo y cayera contra el parqué.

Cada aniversario de su adopción celebraba cumpleaños de piñata, regalos, tartas, amigos de clase; nada que ver con la seriedad de mi persona. Dábamos paseos por jardines sin flores, cubiertos sus suelos de yerba salvaje por la que corría, saltaba, pedía que la imitara; a veces, rojo de vergüenza, miraba a mi alrededor por si había alguien que pudiera conocerme, la seguía, tan torpe, sobre mis largas piernas delgadas, riendo antes de tirarnos sobre el verdor húmedo. Los Magos de Oriente siempre traían algo inusual que no había pedido, la sorpresa la llevaba a colgarse a mi cuello y besar mi barba, mis ojos, mi frente; sentía su corazón disparado contra mi pecho.

Desi, cerca de cumplir los siete, pasó a primaria, destacó en dibujo y educación física, lo que me llenaba de orgullo. Al anochecer, llegado del trabajo, listo para hacer juntos sus deberes, la encontraba en pijama o camisón sentada en la silla alta junto a la mesa grande del salón: cuadernos, lápices, gomas, estuche… se desparramaban junto a su Barbie vestida de uniforme colegial igual al suyo, mientras Francisca preparaba la cena.

Alta, flaquita, más rubia que nunca, sus trenzas colgaban más abajo de los hombros enlazadas con cintas de colores. Ya no había signos de atraso en su cara, tan blanca como la nieve de aquel país que me la vendió; solo a veces, sus piernas la traicionaban y se caía, levantándose rápidamente sin llorar: «Papi, verás como no me caigo más», aseguraba muy seria, pasando su pequeña mano sobre el hilillo de sangre en la rodilla. Si estaba cerca, la cogía en brazos y limpiaba la rozadura con mi pañuelo bajo su atenta mirada a mi cara, inclinando la suya para verme mejor. «Qué guapo eres, papi». En esos momentos adoraba la cabezonería de Miranda.

Y ahora, que ha cumplido los nueve, estoy aquí, detrás de bancos engalanados de sábanas blancas y jazmines, cunas de niños y niñas deseosos de recibir por primera vez al Salvador en sus pequeños corazones. Avisé a Miranda a través de su hermana. Ha venido sin marido; se ha pegado a la columna de la derecha, aún no me ha visto, está igual de guapa que entonces, quizá algo más delgada; lleva de la mano a un niño de unos cinco años, que no para de revolotear a su alrededor queriendo soltarse. Me sorprendo pensando en ella sin deseo, sin rabia.

Desi se acerca por el pasillo, me mira alargando el cuello, sus ojos brillan; ha regresado a su sitio, se arrodilla, me da la espalda; frente al altar de su Dios, reza por mí, por Francisca, que, a mi lado, sonríe entre lágrimas furtivas. Es un gran día. Pronto correrá hacia mí.

Miranda tal vez se acerque a saludar, ya me ha visto. Desi llega, se empina para darme un beso, Miranda se aproxima tirando del niño.

—Papi, qué contenta estoy. —Miranda se pone delante.
—Desi, ¿me das una estampita?
—Claro que sí. —Saca del estuche de nácar un recordatorio.
—Gracias. Estás muy linda.
—¿Le gusta mi vestido de reina?
—Es precioso.
Miranda se arrima y susurra a mi oído:
—Lo has hecho muy bien, Ernesto, eres un buen padre.
Saluda con una sonrisa a Francisca, aprieta la mano del niño, se da la vuelta, se aleja despacio.
—Papi, ¿quién es esa señora tan guapa?
—Esa señora, mi preciosa Desi, es muy importante en nuestras vidas: ella te trajo a mí.

Asunción Cabello

ACERCA DE ESTE SITIO

Sitio oficial del Colectivo Malagueño de Escritores. Promoviendo el talento literario desde Málaga a los confines del mundo

ÚLTIMAS ENTRADAS

ENTREVISTA EN ONDA COMUNITARIA

El pasado martes 14 de noviembre tuve el placer de compartir una hora de charla con Rakel castillo en la emisora Onda Comunitaria. Gracias Rakel por tu naturalidad y buen hacer durante toda la entevista.

Leer más »

SANTIAGO Y LAURA, VIAJAN HASTA DENIA

El lunes 30 de octubre, en la casa de la cultura de Denia, tuve el placer y el honor de compartir casi dos horas de conversación con ocho magníficas personas las cuales mostraron su compromiso con la literatura dándole una oportunidad a mi modesta novela, en todo momento tuve la agradable sensación de que la habían leído atentamente. Me mostraron distintas perspectivas señalando sus deficiencias, hecho que agradezco en todo su magnitud, pues me ayudara en el futuro, así como sus fortalezas, lo cual el tiempo antes mencionado fue uno de los momentos en los que siento que mereció la

Leer más »

LA VERDAD DE LAURA

https://entreletrasyfogones-benito.blogspot.com/ Fueron casi dos horas de conversación fluida e interesante con Rafael Núñez, con el que transitamos con total tranquilidad por los delicados entresijos de LA VERDAD DE LAURA, me sentí muy bien acompañado por varios integrantes del CLUB DE LECTURA Y TEATRO DE LA VIÑUELA, a los que agradezco su compañía y apoyo, además de varios familiares y amigos. Todo ello sazonado por la con la sal de la melódica música del violista RUDY JACKET

Leer más »

SUSCRÍBETE A NUESTRAS NOVEDADES

Scroll al inicio