Un ojo de luz

Asunción Cabello López, de su libro de relatos ¡Bajad la Voz!

«Es mío», repito, para espantar
la añoranza de un tiempo vacío de temor.

Dejé a mi niño en la cuna después de haberse zampado un papillón de verduras con pollo y un yogur blanco. Le había cambiado el pañal mientras le tarareaba en sonsonete una cancioncilla sudamericana cuya letra no me sabía. La persiana a medio abatir empujaba difusas rayas de luz entre sus láminas, que dejaban entrever un océano de paredes azules con gran parte de su fauna marina: delfines, caballitos de mar, caracolas; hasta algunas sirenas de esas que cantaban a Ulises con afán de volverlo loco salpicaban el rodapié, y yo, recordando La Odisea, acallé sus bocas pintándoles una cruz con rotulador malva.

Había hecho de su dormitorio un lugar silencioso, en penumbra, más placentero para mí que para él que, envuelto en espuma de mar entre sábanas de algodón, mantenía empecinado un sueño ligero, casi etéreo. Después de acomodarlo dejé en el umbral de la puerta mis zuecos con suelas de madera y pasé mis pies a unas zapatillas de lona para no hacer ruido. Si se despertaba lloraría, como siempre, con tanta intensidad que parecería querer castigarme por algo.

Durante sus sueños sentía mi pecho apretado, como si al respirar hondo el ensanche de mis pulmones conectara con sus oídos en burbujas de refrescos y lo pudiera despertar, asustándolo. Me desplazaba por la casa casi levitando, incluso podía creerse que así lo hiciera por lo escuálida que me había quedado a lo largo de los seis meses de tensión tras el parto. En esos ratos de absoluto silencio, al tiempo que mi niño soñaba, solo podía pensar en un reloj cuyas manecillas atrapaban un vacío sin llanto.

Apenas hacía diez minutos que dormía —es cierto que en días anteriores me habían venido ruidos del piso de abajo, pero lo achaqué a mi obsesión por el silencio ante sus bramidos alargados hasta enronquecer—. Entré en la cocina, con gestos medidos, a terminar el guiso y la ensalada lavada antes de dormirlo. Del grifo salía un hilillo de agua, mermado su pulso por una bayeta fina estirada sobre la base del fregadero.

A esa hora cercana al mediodía el silencio apenas se sostenía con pinzas. Pronto llegarían los escolares alborotando desde el portal y mi tensión subiría de nueve a quince. Intentaba concentrarme en el verde intenso de la lechuga cuando del patio subió una voz oscura y densa, casi de eco. Sentí que la garganta se me cerraba. Me acerqué a la ventana y saqué la cabeza poniendo el dedo índice apretado contra mis labios, dejando escapar un ligero siseo, esperando como respuesta una sonrisa callada; nada más lejos de mi afán. La señora, de unos sesenta y tantos, embutida en un vestido camisero sin mangas, baja, rechoncha, sobrada de carnes por todos lados —las mismas que a mí me faltaban—, miró hacia arriba con su cara de balón playero, ojos de canica y nariz garbanzuda:

—¡Vaya, qué joven eres! —exclamó—. Soy Dolores Beltrán, tu nueva vecina —vocalizó con sus gruesos labios, como si hablase a una sorda.
—Hable más bajo, o mejor, no hable —rogué en susurro.
—¿Qué dices?
—Nada—. Metí la cabeza dentro y cerré la cristalera.
—¡Menuda estúpida! ¿Qué se habrá creído? —argumentó tan alto y profundo que su voz pareció salir de un túnel.

Noté que mis piernas temblaban. Fui al salón, me senté y eché la cabeza hacia atrás. Sentí la sangre irse a los pies. El niño seguía dormido. En un acto irracional me tapé los oídos con las manos creyendo que si yo no oía, él tampoco.

Minutos más tarde, me pareció oír un arrastre metálico por las baldosas rojizas del patio que me hizo saltar fuertes latidos del pecho. Una oleada de fuego abrasó mi cara. Me levanté del sofá y, sin miramientos, a zancadas, me planté en la ventana. Abrí la cristalera y, al verla trastear una barbacoa en medio del patio junto a una mesita de madera con dos cajas de sardinas sobre ella, le dije del tirón:

—La voy a denunciar a la policía. Esto es un ojo de luz, no un patio cualquiera. La inquilina anterior abrió esa puerta bajo mi ventana sin mi permiso, ¿sabe usted?, y una vez hecha no quise pleitear. Pero de eso a que truene el patio de ruidos infernales y apeste la casa con sus sardinas va un mundo, así que si no quiere que le eche un cubo de agua sobre las brasas, haga las sardinas en su cocina, y a ser posible con la ventana cerrada.

Me quedé quieta con la cabeza fuera. Sentí que podía tocar con mis dedos la pared de enfrente. La rabia en mis ojos escupió a los suyos, que me miraban con incredulidad y sorpresa. Soltó las pinzas metálicas sobre las sardinas, abrió las piernas a la anchura de las caderas —para situar en línea el eje central de su cuerpo—, puso las manos a ambos lados del voluminoso vientre arrollando el delantal gris y, echando hacia arriba la barbilla grasienta, tomó aire de todo el contorno del angosto patinillo y gritó como si lo hiciera desde debajo del suelo:

—¡En mi casa hago lo que me da la gana!
En ese instante mi niño empezó a llorar sobrepasando el grito de ella. La dejé con la palabra en el aire, fui al dormitorio, cogí al niño al que con la boca abierta de par en par no se le veían los ojos. Agarré las llaves, bajé al piso de la tal Dolores y toqué el timbre. Al principio no quería abrir; entonces grité, aunque menos fuerte que ella por falta de costumbre:
—¡Abra! ¡Sea valiente!
Mientras, el niño, con tanto traqueteo, gritos y desconcierto, se había callado; parecía querer aprender de lo que escuchaba para luego martirizarme aún más.
—¿Valiente?, ¿qué es eso de valiente? —inquirió tras abrir la puerta sin turbación alguna en su oronda cara.
—Nada —contesté con cierta maldad en los ojos—. Usted se queda con el niño hasta que venga mi marido. —Le planté el niño contra su voluminoso pecho y pillada en sorpresa lo cogió—. Luego vengo a por él —sentencié cerca ya de las escaleras mientras pensaba que la felicidad está en un lugar solitario y, sobre todo, silencioso.

Asunción Cabello López
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